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También tenía que haber seres imaginarios. Porque ningún mundo es saludable sin seres imaginarios. De niño los moldeó con barro y los supuso ingenuos. Pero como afirmaban tantos, le costó mucho, a través de los años, no pasarles sus propias frustraciones a las criaturas. En medio de sus dolores adolescentes se autocompadecía y los olvidados seres de barro dejaban de existir, se convertían en su propio caos (¡como un barco inanimado tirado por arreciantes tormentas!). Pero eran sólo seres imaginarios: ¿quién se preocupaba por ellos? Lo real esa lo que estaba allí: los traumas de la infancia, el pasado intangible, el futuro complejo y problemático, los ceros y unos que dominaban lo conocido.
Suponen que algún día recordará a los seres, ya desgranados en los laberintos de su memoria. Nadie sabría decir si la causa de ello sería un psicoanalista, la locura o el aburrimiento. Pero aseguran que ese día abandonarán el polvo y las cenizas para recibir un nombre, un nombre verdadero que les diga quiénes son y para qué fueron imaginados. Un propósito, en fin, que deje de estar encriptado en ese vocablo inerte: "humano".

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