Silencio de los indolentes

Soy en único testigo, pero no puedo hablar. No puedo contarle a la policía de esas largas noches en las que ella lloraba amarga en un rincón del cuarto. Soy incapaz de decirles la evidente diferencia entre el brillar de sus ojos cuando miraba el amanecer desde su ventana y su fuego cuando la ira los consumía. La luz broncínea de su mirada dejaba de ser una armadura para convertirse en la más filosa espada. Tampoco he de relatar las violencias sordas de las que fui sobreviviente. Qué me quedaba más que verme en su mirada y sufrir sus miserias.
No señores, no fue premeditado, pero fue un asesinato lento y doloroso. Como le dijo alguna vez a una amiga: "No habría autopsia que demostrara los moretones de mi ánimo". Hacía tiempo se había asilado; parecía la única salida posible desde que comprendió que nadie podía ayudarla. Los caminos de la locura son tan misteriosos como los de Dios.
Decidió, por fin, que ya era suficiente y quiso poner fin a la situación. La lucha no duró demasiado, pero no hay medida para su intensidad. Ahora yace ensangrentada, aún clavado el pedazo de espejo que le dio muerte. Pero yo callo.
Y es que ahora estoy quebrado, maldito, roto.

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