Costumbres extranjeras

El sol le llovía sonrisas mientras estaba sentado, divagando, en el parque. Un pelotazo inoportuno lo devolvió a la realidad. No pudo evitar fastidiarse (aunque devolvió la pelota). Nunca había encontrado sentido a la idea de diez monigotes corriendo tras una pelota (claro, el arquero estaba exento: sólo se quedaba ahí parado, en primera fila para reírse del lamentable espectáculo). El sudor, los olores, la tierra pegada, las patadas, no parecía haber manera de encontrar algún atractivo en aquello.
Pero lo peor eran las canciones. El nivel de las composiciones sugería la capacidad cognitiva de un batracio y, por esto, estaba convencido de que la exposición prolongada a estas melodías (tal como le había ocurrido varias veces en transportes públicos) podía producir daños permanentes. ¡Y todos lo veían como una gran diversión! Nadie era capaz de notar el inminente peligro al que se encontraban expuestos, aquella arma capaz de embotarlos y embrutecerlos. Sin duda los humanos habían demostrado ser más astutos de lo que parecían: probablemente en cien años no quedaría un cerebro sano en el planeta Kolyos.

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