Soberbia de las puertas


La puerta está cerrada. Indefectiblemente, inevitablemente. El cuarto pequeño, vacío, blanco, inmenso en la lejanía de la mirada, del rincón pequeño empequeñeciéndose. Se inviste altiva, poderosa, inconmovible, cerrada. No hay aire en la presión que inspira. Horrores y desesperaciones de desvelos sin noches y sin días. Pérdidas que caen en el infinito blanco de los muros, de la inmensidad, del alma. Miedos que se agudizan; percepciones que horrorizan. La sensibilidad que se consume en vilo, en la tensión de las cansadas pupilas dilatadas que miran la puerta: cerrada. La noción del silencio, del vacío, de la nada y de la espera y la tiranía, encarnados en una puerta. Una negación de roble, mármol, papel, angustia y puntos suspensivos estancada e inmóvil como tradiciones ancestrales y prejuicios absurdos. Llegará la locura. La impasividad en la conducta de la puerta, su insensibilidad la provocarán. La angustia consumiendo la carne, los nervios, la última razón que se va y queda en la puerta, en los rastros de uñas, de gritos, de sangre, de lágrimas resecas desesperadas capaces de romper tímpanos, corazones y esperanzas, pero incapaces de ocnmover la soberbia cruel de la puerta. Por fin la percepción de un latido exaltado, de un borbotón de sangre que explota en las venas, un chillido en los oídos, la ceguera en los ojos junto al último suspiro de los pulmones crispados. Seres que estallan y desaparecen frente a las puertas cerradas.

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